Cultura y Hortalizas: Un Ensayo Breve

La cultura es una hortaliza

Bueno, no, no exactamente; admito que podría también ser un cereal.

Ya, no veo a nadie muy convencido de esta novedosa definición de cultura, pero tengo mis motivos para proponérosla, motivos que voy a exponer a continuación hasta no dejar lugar a dudas de que la cultura, si no eminentemente vegetal, sí se lo debe (casi) todo al mundo de las plantas. Bien, al menos la idea sería esa.

Empiezo diccionario en mano, que es siempre una buena forma de empezar, y encuentro una definición (poco científica, pero la damos como buena de momento) de vegetal: “m. Ser orgánico que crece y vive, pero no muda de lugar por impulso voluntario.” No entraremos en disquisiciones biológicas sobre si es una definición precisa (ya os digo yo que no lo es), porque quien más quien menos tiene una idea bastante aproximada de lo que es un vegetal. Ah, pero, ¿la cultura? ¿Quién me dice qué es cultura?

El diccionario presenta diversas acepciones de la palabra, entre las que destaco cultura como “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”, o “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc” (ésta segunda es a la que voy, o iré en breve).

Pero. Curiosamente, la primera acepción de ‘cultura’ es la siguiente: “1. f. cultivo.”

Ajá. En mi opinión, es un punto a favor de hortalizas y cereales enorme.

Enfrentados a la cuestión de responder a la pregunta, ¿qué tienen que ver la cultura y el mundo vegetal?, el primer problema, de dimensiones astronómicas, es decidir qué entiendo yo por cultura. Porque, heh, está claro que el arte es cultura, que la filosofía es cultura, que saber de geografía e historia es tener cultura. Pero, ¿la ciencia es cultura en sentido estricto? ¿Y la gastronomía? ¿Y la religión? ¿Y la estética, la cosmética? ¿Y la artesanía? ¿Y la medicina y la farmacia? ¿Y la política?

Según la definición de la RAE, sí, sí es cultura. Cultura es un bodegón flamenco de tulipanes lo mismo que un armario de roble empotrado, un frasco de perfume, un vestido de haute couture o una aspirina.

Visto así, las cosas se complican, como en el circo –porque ¿cómo vamos a hablar de la influencia y papel del mundo vegetal en relación con, ah, prácticamente todo lo que atañe a la humanidad? Ni la Larousse tiene tantos volúmenes como los que tendría un trabajo que desglosase un tema tan apabullantemente vasto y complejo. Basta que cojamos un palito y empecemos a escarbar un poco, para que nos encontremos con que las plantas extienden una trama de hilos enmarañadísimos que se cuelan en todos los aspectos de la cultura de cualquier civilización. Aspectos que, para más inri, no se encuentran en compartimentos estanco (a ver quién es el genio que consigue separar los efectos curativos de las plantas del significado mágico que les venía atribuido, por ejemplo), sino solapados hasta límites insospechados.

Ello, como se puede suponer, dificulta mucho su estudio, y sobretodo la organización de la información, imponiendo un orden en plan secuencia progresiva cuando lo que yo veo es una explosión casi simultánea, una ramificación bárbara en todas las direcciones: como si de una telaraña (y de las poco organizadas) se tratara, con las mil y una conexiones entre cuestiones de lo más variopintas.

No me atrevería a afirmarme capaz de escribir un ensayo que refleje esta realidad ubicua en toda su complejidad—algo que me parece apasionante, pero imposible (imposible para mí, claro; si alguien cree que está a la altura de la labor, estoy segura de que el mundo –y yo la primera—le agradecerá que se ponga manos a la obra ipso facto). Pero como el tema me parece fascinante, y siempre me han gustado los desafíos, pues allá que voy, pluma en ristre, a arrojar un poco de luz sobre esa gran desconocida: la savia que corre por las venas de la civilización.

Dos datos interesantes, a modo de comparación: plantas, surgidas hace unos 430 ma (millones de años) aproximadamente. Homo sapiens, aparecido hace unos 250.000 años. Algo a tener en cuenta la próxima vez que se vaya a cortar un árbol, ni aunque sólo sea por respeto a la ancianidad.

La consecuencia directa que se deduce de tales cifras es que cuando el hombre apareció sobre el planeta, la Tierra estaba atiborrada de plantas. Bien, de acuerdo, en los desiertos no, en las cumbres de nieves perpetuas tampoco, y añádase a la lista cualquier excepción razonada que quiera discutirme algún lector puntilloso, que tendrá toda la razón. Y sin embargo, repito: atiborrada de plantas.

La humanidad, como naturaleza que es, no conoce límites. Lo que quiero decir con ello no es que no los tenga, ojo, sino que todo lo que forma parte de su realidad está entrelazado, que no hay una separación clara, como decía antes, entre las distintas esferas de actividad humanas. Y pongo un ejemplo aunque sea poco botánico: las pinturas rupestres de Altamira.

Son arte, pues son pintura. Quizás son religión, pues se les podía atribuir un significado mágico-religioso. Son gastronomía, por decirlo de algún modo, pues son representaciones de animales que probablemente iban a comerse (o al menos eso supongo que querrían). Y no me veo al señor que hizo las pinturas pensando en cada uno de estos significados por separado, sino que des del principio surgen juntos. Por eso, si cogemos tijeras y empezamos a diseccionar una expresión cultural en sus ‘componentes’, y con dos tijeretazos lo reducimos a arte, religión, alimentación/gastronomía, se nos escapa algo, se nos escapa el espíritu de conjunto. Porque el todo es siempre más que la suma de las partes.

Dificilillo, ¿eh? (qué me van a contar a mí. Qué le voy a hacer, me encanta complicarme).

Pero bueno, retomemos el hilo de la cuestión: humanos, en un mundo abarrotado de plantas. Evidentemente no hay vegetal que crezca con instrucciones de uso incluidas, así que el hombre tiene que descubrir él solito si el vegetal es amigo u enemigo. Una vez más, nos enfrentamos a un problema espinoso que no tiene una única solución, ya que hay un poco de todo; incluso tratándose de plantas que sean buenas chichas, en muchos casos se aplica aquello que decía Paracelso de “Dosis sola facit venenum”: vamos, que todo es cuestión de dosis.

Des del principio el mundo vegetal es ambiguo, aliado a la vez que enemigo del hombre, y la relación que ha tenido la humanidad con las plantas muestra dicha ambigüedad: está el trigo junto a la cizaña, algunas son regalo de Dios y otras instrumento del diablo, unas dan vida y otras dan muerte.

Está claro que hay necesidades fisiológicas básicas, y necesidades de índole más, digamos elevada, por decir algo. Una de las más esenciales e inmediatas que se presentan es la alimentación, el “¿Qué hay hoy para comer?”: puedo sobrevivir sin cantar, pero no sin comer.

Hoy en día muchas actividades ‘básicas’ nos parecen tan prosaicas que a pocos se les ocurre pensar que se pueda encontrar poesía en una ensalada de las que venden en recipientes de plástico en cualquier supermercado (a no ser que uno sea un Neruda y que le entre la inspiración ante una cebolla; a mí, una cebolla a lo mejor no, pero una patata o una berenjena, ahí sí que veo posibilidades). Empapados de explicaciones científicas que ofrecen origen y motivo al comer, la cosa queda reducida a un mero conjunto de estímulos sensoriales que activan segregaciones en uno u otro órgano de nuestro cuerpo, y todo ello para seguir dándole gasolina a la máquina (o, si nos remontamos a tiempos más ‘románticos’ –que no necesariamente mejores—, para seguir dándole alfalfa al burro).

Creo no equivocarme demasiado al afirmar que las sociedades que vivían en aquella Tierra cuajada de verde no tenían la menor idea de qué eran las glándulas salivales, y si les hablabas de enzimas digestivos a lo mejor se lo tomaban a insulto. En un mundo verde como aquél, todo tiene un potencial metafórico bárbaro, todo puede ser magia, todo puede tener significados ocultos y repercusiones inesperadas, e incluso la actividad más banal que se nos ocurra puede convertirse en ritual.

Tomemos un punto crucial en la historia de la humanidad, una de las fechas que toca estudiarse en el colegio: el Neolítico, aquello que nos contaban sobre unos cuantos señores en lo que es actualmente el medio oriente, a quienes se les ocurrió empezar a cultivar cereales hacia el 9000 aC (¿se me permite un inciso? Sólo para remarcar una cosilla, para insistir en mi definición inicial: ¡cultura es cultivo, como en el Neolítico! Vale, ahora ya está, cierro paréntesis). Aparece la agricultura (agri-cultura, sí, sí) por primera vez.

Pero es que el arroz empieza a cultivarse en China (para los interesados, en el delta del río Changjiang) hacia el 5000 aC; y el maíz empieza a cultivarse en México entre el 4500 y el 3500 aC. Las actividades agrícolas están ligadas siempre al mundo sobrenatural, ya sea de forma benéfica (los dioses regulan las crecidas del río Nilo en Egipto, algunas deidades mesoamericanas tienen como alter ego una mazorca de maíz) o negativa. La expulsión del edén significa tener que trabajar la tierra, la agricultura es casi un castigo a la desobediencia de la humanidad –pecado que, por cierto, estaba íntimamente ligado al mundo vegetal y al famoso fruto del árbol del bien y del mal (… “del bien y del mal”: ambigüedad total).

Como resumen hasta aquí yo diría: incluso el comer puede ser poesía (rima y todo). No hay que olvidar que la planta es materia pero es metáfora, importante la segunda cuanto la primera (si no más); y todos entendemos perfectamente qué quiero decir al hablar de contenido metafórico si pensamos en nuestra reacción al recibir como regalo una rosa, o un cardo borriquero.

Por algún motivo cuyos detalles yo desconozco, el hombre tiene y ha tenido siempre sed de belleza. Ya sea casualidad o no, lo cierto es que el mundo vegetal podrá ser todo lo ambiguo que quiera, pero es precioso. Es un banquete para los sentidos, de colores y perfumes y sabores y texturas. Que yo sepa, el hombre es el único animal con vocación de jardinero, capaz de dedicarse a crear un espacio para las plantas que no tiene (o puede no tener) otra finalidad más que la de proporcionar deleite a los que lo contemplan o respiran. Es posible, aunque no lo afirmo categóricamente, que seamos los únicos animales capaces de ver una margarita y pararnos a admirarla, cuando una vaca en nuestro sitio se la comería directamente. Los vegetales, pues, tienen una serie de características que apreciamos, que nos resultan agradables y valiosas en sí mismas; las plantas tienen un alto valor estético (bien, me corrijo: pueden tenerlo). De ahí podemos volver a arrancar con la metáfora en el sentido puramente literario, por ejemplo, y aquí tenemos labios como cerezas maduras, mejillas como rosas, u otras comparaciones anatómicas con melones, manzanas y demás que no hace falta explique. O podemos irnos por la tangente y pensar en la cantidad de preparaciones cosméticas y de perfumería cuya base son los vegetales.

Quizás las cerezas no tanto, pero si alguien ha comido moras sabe de buena tinta que manchan que da gusto. Claro que la mancha es algo relativo: con una prenda de color claro relativamente pequeña, si la mancha es lo suficientemente grande, ya no es mancha, es un vestido de otro color. Las civilizaciones, muy listas ellas, se dieron cuenta a toda velocidad, y los pigmentos vegetales se convierten en imprescindibles para la tinción de los tejidos. Un ejemplo puede ser nuestro azafrán, cuya asociación más inmediata para muchos quizás sea la paella, pero que tiene una gran importancia histórica como colorante de ropa además de culinario.

Habrá muchos que, pese a todos los argumentos expuestos, seguirán diciendo que lo que mueve el mundo no son las plantas sino el dinero (los cínicos, supongo; otros dirán que es el amor).

Si el símbolo del amor por excelencia (además del corazón, claro) es una rosa (entre otras muchas flores, ya lo sé, ya, pero no me caben todas aquí), espero se me acepte que los vegetales, como expresión simbólica de amor, ya le dan algún que otro empujón al globo.

Para los más cínicos: ¿Y si os digo que el cacao se usaba como moneda en numerosas civilizaciones mesoamericanas pre-Colombinas? (ello querría decir que en realidad el cacao mueve, o movía, el mundo: una buena alternativa a las propuestas anteriores, para los amantes del chocolate). ¿O que las principales rutas comerciales, los mayores descubrimientos de la historia, se realizaron yendo en pos de las especias? (que son, ahem, en su mayoría vegetales) Pero en realidad tengo un argumento imbatible para los escépticos redomados que siguen pensando que el motor del mundo es el dinero; estarán de acuerdo conmigo (espero) en que son los fajos de billetes, más que la calderilla en el bolsillo, lo que movería el mundo. Resulta que los billetes están hechos de papel (el primer papel-moneda lo usaron en China hacia el siglo X). Y resulta que el papel está hecho de, pues sí, materia vegetal.

Lo dicho, que la cultura es una hortaliza. O un cereal. O un grano de cacao. O una hoja de papel.

Pero, sea lo que sea, es vegetal.