Empezando a inventar minerales

Reflexiones desde el taller alquímico

[c. 7 min de lectura]

La Invención del Reino Mineral

Estoy trabajando en el próximo proyecto al filo de lo natural con lo cultural, y el protagonista de turno es el reino mineral.

Como todo investigador que se precie, voy anotando mis impresiones y reflexiones a medida que me adentro en la espesura, para empezar a elaborar la información que voy asimilando.

Estas son mis notas de campo, que comparto con vosotros por si alguien tiene ideas que aportar, o recomendaciones sobre la cuestión.

Notas de campo...

Todo lo que conocemos se remonta y concentra en un punto. Y ese punto, que contenía latentes en sí al tiempo y al espacio, era inorgánico.

Seguro que habrá físic*s (y/o químic*s) que querrán lincharme por decir semejante barbaridad, pero espero que me disculpen cuando explique mi uso de esta palabra: in-orgánico, para indicar que era no orgánico.

La historia del universo tal y como la contamos hoy es inorgánica. La poesía de la creación compone versos, a medida que van naciendo las palabras elementales de la tabla periódica, en un continuo vacío que bosteza… Hay hornos estelares que, como herreros lingüísticos, van proporcionándonos el léxico de este universo, inerte pero no quieto.

Tendrán que pasar muchos millones de años para que de lo inorgánico emerja lo orgánico. Y nosotros, que pertenecemos al Organic Club, nos creemos que la vida es lo mejor que le ha pasado al universo desde su concepción. Somos biofílicos y biocéntricos hasta la médula. Sin embargo, ahora me embarco en una aventura sin ese prefijo sexy al que llevo tantos años apegada: en este viaje no hay bio.

Tengo que bajar a las minas, entrar en los hornos, aprender a distinguir bronces y aceros y hierros forjados. Elaborar mapas de relaciones culturales con un reino cuyos dominios no conozco bien.

... Impresiona un poco, la verdad.

Cuando un explorador recibe una invitación a embarcarse en una nueva aventura, tiene que preparárselo mucho antes de echarse a andar.

Lo primero que hago es examinar mis conocimientos, ideas y preconcepciones sobre el objeto de mi exploración. Lo segundo, ponerme a rellenar lagunas que haya detectado en este examen previo.

De buenas a primeras, ya me voy dando cuenta de que este será un viaje... interesante. Sorprendente. Y también perturbador, no cabe duda.


Lo primero que advertí fue que no tenía nada claro cuál es el objeto a investigar.

Qué bochorno. Es como apuntarte tan alegremente a una clase de Métodos avanzados en el uso de espectrofotómetros sin tener la menor idea de qué es un espectrofotómetro.

Me di cuenta de que en parte es debido a que mi concepción de la naturaleza no fue nunca tripartita, con los “tres reinos” aristotélicos. Mis reinos, que ya están desmontándose por cierto, eran cinco, y sin embargo ya se descalabraban en divisiones fuertemente orientadas a reflejar la estupefaciente diversidad de organismos unicelulares procariotas en nuestro mundo. Según mi esquema de clasificación de la realidad, tenemos a vegetales y animales aún coronados, a los hongos independizados de los vegetales e investidos de realeza, y a los protagonistas indiscutibles de los últimos avances en política biofílica: los microorganismos invisibles.

Los minerales brillan por su ausencia.

El reino mineral ha muerto (¡viva el reino mineral!). Ya no tiene corona, y sus dominios son... confusos. Cierto, la geología es quien ahora se encarga de todo el tinglado inorgánico terrestre. Pero no me basta con coger mis apuntes de geología de la universidad para hacerme una idea de cómo definir este nuevo ámbito de investigación. Allá donde, grosso modo, la botánica y ciencias de los vegetales ayudan a delimitar casi a la perfección la idea de lo que es un vegetal, la cosa está más complicada con el misterioso no-reino de lo inorgánico.

Inorgánicos, por ejemplo, son los elementos de la tabla periódica, así como muchas de las moléculas y cristales que nacen de sus conversaciones electrónicas. Algunos de sus habitantes, como los metales, son parte fundamental de la esfera inorgánica manipulada por la cultura. Muchos de los compuestos que resultan de los apretones de manos entre átomos o iones de elementos varios son los ladrillos que componen la corteza de nuestro planeta. Es evidente que voy a hablar del cobre, el oro, el mercurio; de los silicatos, los minerales de aluminio, los óxidos de hierro.

Metales, ese bien codiciado desde siempre...

Pero, ¿qué hay de sus hermanos gaseosos, por ejemplo? ¿Tengo que hablar del oxígeno, del nitrógeno? Porque de ser así, apaga y vámonos...

Tengamos en cuenta, además, que los elementos son palabras que no sólo escriben la historia de nuestro planeta, sino del universo entero. ¿Tengo que ocuparme de las historias del hielo en los cometas, de los hornos de hidrógeno y helio en el corazón de las estrellas, de meteoros, atmósferas jovianas, o de galaxias lejanas?

Primera decisión: me limitaré a la Tierra, y a naturalezas con una cierta historia cultural.

(El oxígeno molecular, por ejemplo, tiene muchísima historia, pero poca historia cultural, igual que sucede con el nitrógeno. La ciencia tiene mucho que decir sobre ellos, pero la historia colectiva de la humanidad, bastante poco.)

Cuanto más lo pienso, más me parece que el reino mineral ha sufrido una cierta dejadez intelectual desde su misma coronación aristotélica.

Quizás porque sus habitantes no están vivos, y nuestro impulso biofílico nos lleva más hacia lo que se mueve, come, colea... como nosotros. Las rocas no se presentan como un objeto de interés filosófico remotamente comparable a una rosa, y ya no digamos a una rana. ¿Dónde está la gracia en ver cómo funciona una roca… si es que no funciona? Sencillamente, está, dócil y sumisa, hasta que se convierta en instrumento de los dioses para castigar, o relacionarse con la humanidad. Los "minerales" son aburridos. No es que se muevan lentos, como los vegetales: es que no se mueven.

Aristóteles debió disfrutar de una curiosidad desmesurada, pero nuestro tiempo en la Tierra es limitado, y hay que priorizar. Los minerales no fueron su prioridad. Ni siquiera las plantas. Era el alma de lo viviente lo que fascinaba, atraía, intrigaba. La mera existencia era, y… ya. Sólo “era”.

Veamos los elementos clásicos griegos. Aire, agua, fuego, tierra.

Pero… ¿en qué se diferenciaría exactamente el elemento tierra, de un habitante del reino mineral?

Otro punto liado a desenredar.

En los mitos abundan metamorfosis entre formas vivas: animales que mudan la piel para transformarse en personas, humanos que trocan sangre por savia y se visten de verde para escapar de dioses de libido desenfrenada (Daphne-laurel), como recompensa-reencarnación por sus buenas obras (Filemón y Baucis), o como destino postrero tras muertes poco plácidas (Adonis, Jacinto…), por decir unas cuantas.

Y, sin embargo, hay muchas menos que impliquen a los ‘minerales’. Quizás porque convertirse en mineral es morir, y no cambiar de forma, como la gorgona tornada piedra, Midas y su toque dorado, o Lot y las estatuas de sal.

Sin embargo, los límites entre lo animado y lo inanimado son mucho más permeables, y asiduamente transitados, que cualquier frontera dentro de los grupos vivos. Un tránsito que, en muchos casos, ya empieza en vida (conchas y caparazones, algas incrustantes…), pero que sin duda se cumple cada vez que algo o alguien muere. La vuelta al polvo, a lo inorgánico, es imparable, ineludible. Y algunos de sus resultados son... curiosos como sujeto de estudio: los llamados fósiles, recuerdos o huellas de vida más o menos reconocibles, pero sin duda inertes.

Algunas de las ‘sustancias minerales’ más controvertidas de nuestro mundo son minerales a medias, minerales de adopción: hubo un tiempo en que vivían, pero están criando malvas desde hace tanto tiempo, que cualquier parecido entre ellos y su antigua vida es casualidad. Petróleo, ese caldo negro fósil. Minas de carbón, ecos de bosques pretéritos. Nuestra civilización, las revoluciones de los últimos siglos en Occidente, cabalgan a lomos de 'minerales' que, tiempo atrás, nacieron, crecieron, se reprodujeron (los suertudos, claro), y murieron.

¿Un árbol caído? Pues no... hace millones de años que su madera se convirtió en piedra...

¿Los fósiles forman parte del reino mineral? ¿Un esqueleto de dinosaurio es mineral? ¿Un pedazo de azabache? ¿Un barril de petróleo?

Instintivamente, cuanto más nítido es el fantasma de la vida petrificada —cuanto más cercana de la forma original es el resultado de la metamorfosis—, más queremos juntarla con los vivos, con el pasado que testimonia. Y no me opongo para nada, que conste; estudiar paleontología y paleobotánica en la universidad fue divertidísimo, y yo sugeriría a cualquier biólog* que pueda, que curse asignaturas similares. Seguro que Darwin habría estado en primera fila de haber podido.

Sin embargo, pone de manifiesto una tensión interna en la misma división regia, que parecía inexistente y, en cambio, está a la orden del día. Traté el ámbar junto a los vegetales, pero no el carbón, porque inconscientemente carbón = minas = tierra = ‘reino mineral’.

Tengo que dar cabida a los fósiles en el ‘reino mineral’, claro. Pero son una categoría incómoda, heterogénea. Habría que ver qué hacer con ellos.

Y seguimos elaborando, leyendo, reflexionando...


De momento, no tengo claro cómo darle salida a mis aventuras minerales pre-libro. No sé si mezclarlas con el blog, y convertirlo en 'Imaginando Vegetales Y Minerales'. O si abrir otro blog (aunque me da muuucha pereza...).

Imagino que, si has leído hasta aquí, es porque los minerales no te desagradan demasiado, o al menos podrías sentir curiosidad por ellos. Así que... ¿tú qué opinas sobre esto?

Te leo de mil amores si me escribes a aina EN ainaserice PUNTO com.

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